El 27 de mayo de 2007 el papa Benedicto XVI escribió una carta dirigida a los católicos chinos. El papa tenía especial interés en hacerse cercano con los católicos chinos en el tercer año de su pontificado. Católicos que, a pesar de la persecución religiosa solapada y diluida por los medios de comunicación, se mantienen fieles a Jesucristo y a la Iglesia Católica.

     El papa se preocupa por algunos aspectos importantes de la vida eclesial en China: “Sin pretender tratar todos los detalles de problemas complejos bien conocidos por vosotros, quisiera con esta Carta ofrecer algunas orientaciones sobre la vida de la Iglesia y la obra de evangelización en China, para ayudaros a descubrir lo que el Señor y Maestro, Jesucristo, «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana», quiere de vosotros” (n. 2).

     Reconoce la antigüedad y el valor de la cultura china y su desarrollo económico. Sin embargo, se aprecian dos fenómenos contradictorios en la actualidad: por un lado, se observa un incremento de la dimensión espiritual en los jóvenes, un interés por lo religioso y en particular por el cristianismo; por otro lado, crece el materialismo y el hedonismo. Además, Benedicto XVI invita a seguir apostando por el diálogo, en concreto entre el gobierno de la República Popular China y la Santa Sede, de tal forma que se superen las dificultades y se normalice la situación. Dice el papa en el n. 4: «la misión de la Iglesia católica en China no es la de cambiar la estructura o la administración del Estado, sino la de anunciar a Cristo, Salvador del mundo, a los hombres apoyándose —para el cumplimiento de su propio apostolado— en la potencia de Dios».

     A lo largo de la historia, la Iglesia ha sido objeto de persecuciones explícitas e implícitas y se ha hecho todo lo posible por ser apartada del ámbito público en multitud de pueblos. ¿Por qué molesta tanto? ¿Por qué hay intentos de apartarla de lo público? ¿Por qué se intenta acallar su voz? El texto completo se encuentra en el siguiente enlace: Carta de Benedicto XVI a los católicos de la República Popular China.

 

Globalización, modernidad y ateísmo

3. Dirigiendo una mirada atenta a vuestro pueblo, que se ha distinguido entre los demás pueblos de Asia por el esplendor de su milenaria civilización, con toda su experiencia sapiencial, filosófica, científica y artística, me complace poner de relieve cómo, especialmente en los últimos tiempos, ha conseguido alcanzar también significativas metas de progreso económico-social, atrayendo el interés del mundo entero.

Como ya subrayaba mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo II, también «la Iglesia católica, por su parte, observa con respeto este sorprendente impulso y esta clarividente proyección de iniciativas, y brinda con discreción su propia contribución a la promoción y a la defensa de la persona humana, de sus valores, su espiritualidad y su vocación trascendente. La Iglesia se interesa particularmente por valores y objetivos que son de fundamental importancia también para la China moderna: la solidaridad, la paz, la justicia social, el gobierno inteligente del fenómeno de la globalización».

La tensión hacia el deseado y necesario desarrollo económico y social, y la búsqueda de modernidad coinciden con dos fenómenos diferentes y contrapuestos, pero que se han de valorar igualmente con prudencia y con espíritu apostólico positivo. Por una parte se advierte, especialmente entre los jóvenes, un creciente interés por la dimensión espiritual y trascendente de la persona humana, con el consiguiente interés por la religión, particularmente por el cristianismo. Por otra, también se ve en China la tendencia al materialismo y al hedonismo, que desde las grandes ciudades se están difundiendo dentro del País.

En este contexto, en el que estáis llamados a actuar, deseo recordaros lo que el Papa Juan Pablo II subrayó con voz potente y vigorosa: la nueva evangelización exige el anuncio del Evangelio al hombre moderno, con la conciencia de que, igual que durante el primer milenio cristiano la Cruz fue plantada en Europa y durante el segundo en América y en África, así durante el tercer milenio se recogerá una gran mies de fe en el vasto y vital continente asiático.

« ¡Duc in altum! (Lc 5,4). Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8) ». También en China la Iglesia está llamada a ser testigo de Cristo, a mirar hacia adelante con esperanza y a tomar conciencia —en el anuncio del Evangelio— de los nuevos desafíos que el pueblo chino tiene que afrontar.

La Palabra de Dios nos ayuda, una vez más, a descubrir el sentido misterioso y profundo del camino de la Iglesia en el mundo. En efecto, «una de las principales visiones del Apocalipsis tiene por objeto este Cordero en el momento en que abre un libro, que antes estaba sellado con siete sellos, y que nadie era capaz de soltar. San Juan se presenta incluso llorando, porque nadie era digno de abrir el libro y de leerlo (cf. Ap 5,4). La historia es indescifrable, incomprensible. Nadie puede leerla. Quizás este llanto de san Juan ante el misterio tan oscuro de la historia expresa el desconcierto de las Iglesias asiáticas por el silencio de Dios ante las persecuciones a las que estaban sometidas en aquel momento. Es un desconcierto en el que puede reflejarse muy bien nuestra sorpresa ante las graves dificultades, incomprensiones y hostilidades que también hoy sufre la Iglesia en varias partes del mundo. Son sufrimientos que ciertamente la Iglesia no se merece, como tampoco Jesús se mereció el suplicio. Ahora bien, revelan la maldad del hombre, cuando se deja llevar por las sugestiones del mal, y la dirección superior de los acontecimientos por parte de Dios ».

Hoy, como ayer, anunciar el Evangelio significa anunciar y dar testimonio de Jesucristo crucificado y resucitado, el Hombre nuevo, vencedor del pecado y de la muerte. Él permite a los seres humanos entrar en un nueva dimensión donde la misericordia y el amor, incluso para con el enemigo, dan fe de la victoria de la Cruz sobre toda debilidad y miseria humana. También en vuestro País, el anuncio de Cristo crucificado y resucitado será posible en la medida en que con fidelidad al Evangelio, en comunión con el Sucesor del apóstol Pedro y con la Iglesia universal, sepáis poner en práctica los signos del amor y de la unidad («que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros […]. Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado»: Jn 13,34-35; 17,21).

Disponibilidad para un diálogo respetuoso y constructivo

4. Como Pastor universal de la Iglesia, deseo manifestar viva gratitud al Señor por el sufrido testimonio de fidelidad que ha dado la comunidad católica china en circunstancias realmente difíciles. Al mismo tiempo, siento como mi deber íntimo e irrenunciable y como expresión de mi amor de padre, la urgencia de confirmar en la fe a los católicos chinos y favorecer su unidad con los medios que son propios de la Iglesia.

Sigo también con particular interés los acontecimientos de todo el pueblo chino, hacia el cual manifiesto un vivo aprecio y sentimientos de amistad, llegando a formular el deseo «de ver pronto establecidas vías concretas de comunicación y colaboración entre la Santa Sede y la República Popular China», ya que «la amistad se alimenta de contactos, de comunión de sentimientos en las situaciones alegres y tristes, de solidaridad y de intercambio de ayuda». Y en esta perspectiva mi venerado Predecesor añadía: «No es un misterio para nadie que la Santa Sede, en nombre de toda la Iglesia católica y, según creo, en beneficio de toda la humanidad, desea la apertura de un espacio de diálogo con las Autoridades de la República Popular China, en el cual, superadas las incomprensiones del pasado, puedan trabajar juntas por el bien del pueblo chino y por la paz en el mundo».

Soy consciente de que la normalización de las relaciones con la República Popular China requiere tiempo y presupone la buena voluntad de las dos partes. Por otro lado, la Santa Sede está siempre abierta a las negociaciones que sean necesarias para superar el difícil momento presente.

En efecto, esta penosa situación de malentendidos e incomprensiones no favorece ni a las Autoridades chinas ni a la Iglesia católica en China. Como declaraba el Papa Juan Pablo II recordando lo que el padre Matteo Ricci escribió desde Pekín, «tampoco la Iglesia católica de hoy pide a China y a sus Autoridades políticas ningún privilegio, sino únicamente poder reanudar el diálogo, para llegar a una relación basada en el respeto recíproco y en el conocimiento profundo». Que China lo sepa: la Iglesia católica tiene el vivo propósito de ofrecer, una vez más, un servicio humilde y desinteresado, en lo que le compete, por el bien de los católicos chinos y por el de todos los habitantes del País.

Además, por lo que atañe a las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia en China, es bueno recordar la luminosa enseñanza del Concilio Vaticano II que declara: «La Iglesia, que en razón de su función y de su competencia no se confunde de ningún modo con la comunidad política y no está ligada a ningún sistema político, es al mismo tiempo signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana». Y en este sentido añade: «La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. Este servicio lo realizan tanto más eficazmente en bien de todos cuanto procuren mejor una sana cooperación entre ambas, teniendo en cuenta también las circunstancias de lugar y tiempo».

Por tanto, la misión de la Iglesia católica en China no es la de cambiar la estructura o la administración del Estado, sino la de anunciar a Cristo, Salvador del mundo, a los hombres apoyándose —para el cumplimiento de su propio apostolado— en la potencia de Dios. Como recordaba en mi Encíclica Deus caritas est, «La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien».

A la luz de estos principios irrenunciables, no puede buscarse la solución de los problemas existentes a través de un conflicto permanente con las Autoridades civiles legítimas; al mismo tiempo, sin embargo, no es aceptable una docilidad a las mismas cuando interfieran indebidamente en materias que conciernen a la fe y la disciplina de la Iglesia. Las Autoridades civiles son muy conscientes de que la Iglesia, en su enseñanza, invita a los fieles a ser buenos ciudadanos, colaboradores respetuosos y activos del bien común en su País, pero también está claro que ella pide al Estado que garantice a los mismos ciudadanos católicos el pleno ejercicio de su fe, en el respeto de una auténtica libertad religiosa.